SAMHAIN
Samhain
Tal día como hoy, se celebraba en otros tiempos el día de “Samhain”, ahora de Difuntos. Sin comprender muy bien por qué ha de ser este día y no otro cualquiera, en los que el cementerio no está tan concurrido y es más íntimo el acercamiento a esas personas que, un día formaron parte de nuestras vidas y aún sigue vivo su recuerdo. Todos los años, me acerco al cementerio del pueblo. Y áquel, no iba a ser menos.
Así, después de esta visita obligada y saludar a todos los vecinos del pueblo , vivos y muertos. Encaminé mis pasos hacia el bosque de carballos, mi lugar predilecto; desde aquel encuentro fantástico con Cú Chulain. Iba algo tristona, melancólica y ensimismada en mis pensamientos que, en aquel momento, estaban más con los difuntos que con los vivos. Caminaba sobre una alfombra de hojas secas, al pisarlas crujían bajo mis pies. De vez en cuando, lanzaba una patada y levantaba algunas de ellas. En éstos menesteres estaba. Cuando, sin darme cuenta, me encontré cerca del río. Fui acercándome con pasos lentos y cansinos. Con el murmullo del riachuelo, vinieron a mis oidos otra clase de ruidos, procedentes del lugar llamado "Lecho del amor". Entre suspiros, ayes y risas, una joven pareja estaba celebrando el rito celta del día de Samhain, la unión del dios Dagda y la diosa Morrigú. Para no interrumpir a los jóvenes, di media vuelta, casí flotando entre la hojarasca, e intentando pisar exactamente donde había dejado mis huellas, sin hacer ruido, retrocí sobre mis pasos. Pasé junto al viejo carballo. Al ir hacia el río no me había percatado, había estado tan cerca que, tan solo alargando el brazo, podía tocarlo. Debía estar en otro mundo para no verlo, para no sentir su presencia, para no oir el eco de aquella conversación
Miré detenidamente aquel árbol. Deseando que algo ocurriese. Aunque, sólo fuese para olvidar la escena que había visto en el rio. No lograba sacarme de la cabeza a aquella pareja: sus caricias, sus besos, sus abrazos... Me hicieron recordar cuando nosotros hacíamos lo mismo. Me senté al pie del árbol, Casi gritando silenciosamente que algo sucediese. Clamando a los dioses celtas que se hiciesen visibles para mi. Pero nada ocurría. Estaba yo, sola, nada más.
-Bah. Pareces tonta- Oi mi propia voz.
Me levanté y enfilé el camino de mi casa. Anochecía ya, cuando llegué a la puerta. Allí, cerca del pozo, todavía se podían ver las cenizas de la hoguera de la noche anterior. El 31 de octubre, día de fin de año en el calendario celta, es tradición encerder una hoguera en las puertas de los hogares, para alejar a los malos espíritus del año que va a comenzar. No soy supersticiosa, pero como, haberlas haylas... Así, hice limpieza en el deván, que ya no había quien entrase en él. Eché al fuego muchas cosas, muchos recuerdos: Aquella vieja manta de viaje de cuadros negros y rojos, complice de nuestras primeras correrías en el bosque
Entré en casa y me acerque a la lareira, aún tenía algún rescoldo encendido entre las cenizas. Eché unos pequeños palitos en el fuego, y pronto comenzaron a arder. La noche se había vuelto fría y este calor me reanimó. Cogí dos gruesos troncos, para tener una buena temperatura toda la noche, manteniendo la casa caliente. Y me dispuse a hacer los preparativos para irme al día siguiente a la ciudad.
Al acabar, vi sobre la mesa un libro, lo había salvado del fuego la noche anterior. Su título era "Samhaim o difuntos" Comencé a hojearlo, me senté cerca de la chimenea o lareira y comencé a leerlo con más detemiento.
El libro, venía a decir, que la fiesta de Sanhaim era una de las fechas más señaladas en el calendarío celta. Empezaba la parte oscura del año, el solsticio de invierno. Al ser la noche más larga del año, siempre según esta cultura, los espíritus de las personas que habían hecho el viaje al lado oscuro, tenían más tiempo para estar con sus seres queridos en el lado terrenal. Motivo de celebraciones para este pueblo, el cual, no temía la muerte. Ya que, después de esta parte oscura, la naturaleza se encargaba que todo renaciese de nuevo con más vigor.
También hacía referencia a la unión entre los dos dioses, Dagda y Morrigú, símbolo de la sexualidad y fertilidad. Volvió a mi mente la escena de los dos amantes de esa tarde. Saqué mi vista del libro bruscamente y clavé mi mirada en la lumbre del hogar. Veía las llamas haciendo presa en los dos gruesos troncos. Como si tomasen vida propia. El fuego empezó a chisporrotear salvajamente, saliéndose alguna chispa hacia fuera del rectángulo de piedra que rodeaba al fuego. La claridad se hizo patente en toda la estacia. De entre las llamaradas, ahora de un color amarillo intenso, ahora rojo carnesí, y despidiendo un calor casi sofocante, empezó a vislumbrarse una silueta humana azul tibio,al principio. Mitigando ese calentamiento, ya asfisiante que emanaba de la chimenea. Como tierra seca que bebe el agua de la lluvia, la figura humana fue absorviendo ese calor, recogiendo los mil colores que salían de aquella fogata. Transformándose en el cálido hombre que yo conocía tan bien.
Me sorprendí de mi misma, al notar, que nada de aquello me había inmutado. La realidad es que, durante todo el día, no hice otra cosa que pensar en un instante como ése .
Me tendió su mano, la acepté. Me vi en el bosque de robles, corriendo desnudos cogidos de la mano: ya no hacia frio. Me dejaba guiar, llegamos al "Lecho del amor"
Y me preguntó.
-¿Viste la pareja esta tarde?- Su voz sonó tal cual la conocía, suave, cálida. Quizás un poco más serena
-Si, la vi- Respondí yo, como si fuese de lo más natural, contestarle a un ser que había nacido del fuego, en una noche de Sanhaim
- Éramos tu y yo, aquella noche de Samhaim.
Me beso en los labios, el pelo, las manos. Su boca recorrió todo mi cuerpo. Sus tibias manos me susurraban caricias de fuego e iban dejando huellas de placer en cada centímetro de mi piel. Mis manos se fundían en su cuello, en su espalda, en sus cabellos. No podía dejar de palparlo, acariciarlo, rozarlo. ¡Era él! Quería fundirme en él para siempre y quedase sellada
la unión de los dos cuerpos, que nada pudiese separarlos. Pero el momento parecía no llegar nunca. Me cogió en volandas y me llevó hacia el viejo carballo, me tumbó sobre las hojas y, allí, debajo de aquellas ramas centanarias, una locura de: ¿amor?¿Deseo?¿Pasión? Desbordó nuestras almas.
Regresamos a la casa: cuando la luna y las estrellas cambian su blanco noche por un amarillo intenso, casi naranja.
-Ves, cariño, todo puede ocurrir en la noche mágica de los espíritus.
Me beso en los labios. Se acercó a la chimenea. Y sonriendo me dijo
- Mi amor. Te estoy esperando. No te apures en venir al mundo de los espíritus. Tengo todo el tiempo del universo para recibirte allí
Y así, desapareció entre las llamas.
Cuando desperté, sentada en la silla, gritando "No" Tenía la vieja manta de cuadros rojos y negros, puesta por encima. La que había sido pasto de las llamas la noche anterior.
Tal día como hoy, se celebraba en otros tiempos el día de “Samhain”, ahora de Difuntos. Sin comprender muy bien por qué ha de ser este día y no otro cualquiera, en los que el cementerio no está tan concurrido y es más íntimo el acercamiento a esas personas que, un día formaron parte de nuestras vidas y aún sigue vivo su recuerdo. Todos los años, me acerco al cementerio del pueblo. Y áquel, no iba a ser menos.
Así, después de esta visita obligada y saludar a todos los vecinos del pueblo , vivos y muertos. Encaminé mis pasos hacia el bosque de carballos, mi lugar predilecto; desde aquel encuentro fantástico con Cú Chulain. Iba algo tristona, melancólica y ensimismada en mis pensamientos que, en aquel momento, estaban más con los difuntos que con los vivos. Caminaba sobre una alfombra de hojas secas, al pisarlas crujían bajo mis pies. De vez en cuando, lanzaba una patada y levantaba algunas de ellas. En éstos menesteres estaba. Cuando, sin darme cuenta, me encontré cerca del río. Fui acercándome con pasos lentos y cansinos. Con el murmullo del riachuelo, vinieron a mis oidos otra clase de ruidos, procedentes del lugar llamado "Lecho del amor". Entre suspiros, ayes y risas, una joven pareja estaba celebrando el rito celta del día de Samhain, la unión del dios Dagda y la diosa Morrigú. Para no interrumpir a los jóvenes, di media vuelta, casí flotando entre la hojarasca, e intentando pisar exactamente donde había dejado mis huellas, sin hacer ruido, retrocí sobre mis pasos. Pasé junto al viejo carballo. Al ir hacia el río no me había percatado, había estado tan cerca que, tan solo alargando el brazo, podía tocarlo. Debía estar en otro mundo para no verlo, para no sentir su presencia, para no oir el eco de aquella conversación
Miré detenidamente aquel árbol. Deseando que algo ocurriese. Aunque, sólo fuese para olvidar la escena que había visto en el rio. No lograba sacarme de la cabeza a aquella pareja: sus caricias, sus besos, sus abrazos... Me hicieron recordar cuando nosotros hacíamos lo mismo. Me senté al pie del árbol, Casi gritando silenciosamente que algo sucediese. Clamando a los dioses celtas que se hiciesen visibles para mi. Pero nada ocurría. Estaba yo, sola, nada más.
-Bah. Pareces tonta- Oi mi propia voz.
Me levanté y enfilé el camino de mi casa. Anochecía ya, cuando llegué a la puerta. Allí, cerca del pozo, todavía se podían ver las cenizas de la hoguera de la noche anterior. El 31 de octubre, día de fin de año en el calendario celta, es tradición encerder una hoguera en las puertas de los hogares, para alejar a los malos espíritus del año que va a comenzar. No soy supersticiosa, pero como, haberlas haylas... Así, hice limpieza en el deván, que ya no había quien entrase en él. Eché al fuego muchas cosas, muchos recuerdos: Aquella vieja manta de viaje de cuadros negros y rojos, complice de nuestras primeras correrías en el bosque
Entré en casa y me acerque a la lareira, aún tenía algún rescoldo encendido entre las cenizas. Eché unos pequeños palitos en el fuego, y pronto comenzaron a arder. La noche se había vuelto fría y este calor me reanimó. Cogí dos gruesos troncos, para tener una buena temperatura toda la noche, manteniendo la casa caliente. Y me dispuse a hacer los preparativos para irme al día siguiente a la ciudad.
Al acabar, vi sobre la mesa un libro, lo había salvado del fuego la noche anterior. Su título era "Samhaim o difuntos" Comencé a hojearlo, me senté cerca de la chimenea o lareira y comencé a leerlo con más detemiento.
El libro, venía a decir, que la fiesta de Sanhaim era una de las fechas más señaladas en el calendarío celta. Empezaba la parte oscura del año, el solsticio de invierno. Al ser la noche más larga del año, siempre según esta cultura, los espíritus de las personas que habían hecho el viaje al lado oscuro, tenían más tiempo para estar con sus seres queridos en el lado terrenal. Motivo de celebraciones para este pueblo, el cual, no temía la muerte. Ya que, después de esta parte oscura, la naturaleza se encargaba que todo renaciese de nuevo con más vigor.
También hacía referencia a la unión entre los dos dioses, Dagda y Morrigú, símbolo de la sexualidad y fertilidad. Volvió a mi mente la escena de los dos amantes de esa tarde. Saqué mi vista del libro bruscamente y clavé mi mirada en la lumbre del hogar. Veía las llamas haciendo presa en los dos gruesos troncos. Como si tomasen vida propia. El fuego empezó a chisporrotear salvajamente, saliéndose alguna chispa hacia fuera del rectángulo de piedra que rodeaba al fuego. La claridad se hizo patente en toda la estacia. De entre las llamaradas, ahora de un color amarillo intenso, ahora rojo carnesí, y despidiendo un calor casi sofocante, empezó a vislumbrarse una silueta humana azul tibio,al principio. Mitigando ese calentamiento, ya asfisiante que emanaba de la chimenea. Como tierra seca que bebe el agua de la lluvia, la figura humana fue absorviendo ese calor, recogiendo los mil colores que salían de aquella fogata. Transformándose en el cálido hombre que yo conocía tan bien.
Me sorprendí de mi misma, al notar, que nada de aquello me había inmutado. La realidad es que, durante todo el día, no hice otra cosa que pensar en un instante como ése .
Me tendió su mano, la acepté. Me vi en el bosque de robles, corriendo desnudos cogidos de la mano: ya no hacia frio. Me dejaba guiar, llegamos al "Lecho del amor"
Y me preguntó.
-¿Viste la pareja esta tarde?- Su voz sonó tal cual la conocía, suave, cálida. Quizás un poco más serena
-Si, la vi- Respondí yo, como si fuese de lo más natural, contestarle a un ser que había nacido del fuego, en una noche de Sanhaim
- Éramos tu y yo, aquella noche de Samhaim.
Me beso en los labios, el pelo, las manos. Su boca recorrió todo mi cuerpo. Sus tibias manos me susurraban caricias de fuego e iban dejando huellas de placer en cada centímetro de mi piel. Mis manos se fundían en su cuello, en su espalda, en sus cabellos. No podía dejar de palparlo, acariciarlo, rozarlo. ¡Era él! Quería fundirme en él para siempre y quedase sellada
la unión de los dos cuerpos, que nada pudiese separarlos. Pero el momento parecía no llegar nunca. Me cogió en volandas y me llevó hacia el viejo carballo, me tumbó sobre las hojas y, allí, debajo de aquellas ramas centanarias, una locura de: ¿amor?¿Deseo?¿Pasión? Desbordó nuestras almas.
Regresamos a la casa: cuando la luna y las estrellas cambian su blanco noche por un amarillo intenso, casi naranja.
-Ves, cariño, todo puede ocurrir en la noche mágica de los espíritus.
Me beso en los labios. Se acercó a la chimenea. Y sonriendo me dijo
- Mi amor. Te estoy esperando. No te apures en venir al mundo de los espíritus. Tengo todo el tiempo del universo para recibirte allí
Y así, desapareció entre las llamas.
Cuando desperté, sentada en la silla, gritando "No" Tenía la vieja manta de cuadros rojos y negros, puesta por encima. La que había sido pasto de las llamas la noche anterior.
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